Rigoberto Urán luchando una etapa
Hay notas que no quisiéramos
escribir nunca, ya porque tememos igualarnos en la pobreza de las sinrazones,
ya porque se dirigen a quien nos ha merecido respeto o afecto. Esta es una de
esas notas. Esta que va dirigida a Rafael Mendoza, el periodista; pero la escribo
porque también hay deberes con la justicia y la verdad que nos igualan a
periodistas y lectores, a profesionales y aficionados, especialmente cuando se
trata de vindicar a quienes, mereciéndonos igual o más respeto y afecto, son mancillados
desde el rencor y aun así mantienen su
silencio de templanza, aunque para casi todos sea evidente que se trata de un
ataque personal, sin razón y sin altura. Por eso también, Rafael Mendoza, corresponderé
al mismo tono desconsiderado de sus artículos.
Esta nota podría ser una defensa
de Rigoberto Urán, porque los hombres que nos han enseñado el valor, el trabajo
y el sacrificio sobrehumano, merecen defensa. Sépalo usted desde hoy Rafael Mendoza:
nuestros verdaderos héroes, nuestros buenos ejemplos, invitan por su merecida
dignidad a su defensa, y por eso mismo es difícil no entender la profunda indignación
que nos mueve a tantos colombianos.
Dije que esta podría ser una
defensa de Rigo, pero aclaro que no lo es. No voy a defender a Rigoberto Urán,
porque no lo necesita. Su estatura humana es conocida por todos; su historia de
joven responsable, de adolescente cabeza de familia, de ejemplo gallardo que se
sobrepone a la absurda e injusta muerte de su padre, esa historia real, ha
trascendido las fronteras y ha sido contada en diferentes países e idiomas,
idiomas que usted de seguro no será capaz de entender. No en vano el chico estiró
con su tenacidad las horas del día para ser estudiante, trabajador del chance y
campeón de ciclismo. Sí, escúchelo bien: campeón. Siete medallas nacionales y
cinco panamericanas juveniles se posaron en su pecho valiente, y entre ellas
–aunque a Ud. le cueste reconocerlo, estaba el dorado color que distingue a los
primeros-.
Rigo con la medalla olímpica que conquisto para Colombia
Su dimensión de ciclista tampoco
necesita defensa y también ha llegado a otras tierras. Pionero de la nueva era
del ciclismo colombiano, fue contratado en Europa con solo 19 años; pionero en
el Sky, el equipo de la máxima tecnología y el pago dignificante; pionero
ganando etapas en pruebas en las que no conocíamos el sabor del triunfo. Primer
título de mejor joven en el regreso de los escarabajos a la élite, en uno más
de esos Giros donde también ha sido primero en 2 etapas: una en escapada y otra
contra el reloj. Pionero, como no, ganado una prodigiosa medalla olímpica de
plata, en un terreno que no era su especialidad, a costa de sentir la asfixia y
el sabor a sangre en la boca luego de una escapada imposible, que él inicio.
Recuerde que fue la primera medalla colombiana en esos olímpicos, la que abrió
el camino y sembró confianza en los nuestros. Pionero y primero, ganador muchas
veces, que también nos ha enseñado que es capaz de levantarse después de una
caída brutal como la del mundial o la del reciente Giro. Por eso no necesita
defensas. Tampoco precisa levantarse por los ataques de su artículo, pues está
claro, muy claro, aunque usted no sea capaz de entenderlo, que aquí quien cayó
no fue él, fue usted, Rafael Mendoza.
Rigo, con las huellas del esfuerzo
Su caída duele, Rafael, porque he
sido su lector, alguien que disfrutó de sus informaciones y comentarios; pero
también alguien que tiene muy claro que, aunque el periodismo ha sido hermano
del ciclismo colombiano en su crecimiento, no fue Rafael Mendoza, por más
tiquetes que exhiba para justificar sus desaciertos, el que llevó a nuestros ciclistas
a Europa; por el contrario: si hoy puede usted ufanarse de que asistió al Tour,
el Giro o la vuelta, es gracias al arrojo y disciplina de los Cochise, Lucho,
Parra, Oliverio, Urán y un extenso etcétera de gladiadores del ciclismo. Espero
que no esté dispuesto a desconocerlo o negarlo, y espero que ya que exhibe el
diccionario para definir el término segundón, cargado en sus artículos de un pestilente
tufo a resaca de odio, no se atreva tampoco a decir que Fabio Parra es un segundón,
o tercerón, porque no exhibe los dos subtítulos de Urán o su impagable medalla olímpica.
Capaz es de hacerlo, sólo espero que la jubilación le dé tiempo para entender
su error.
Por esas chapuzas ha caído usted con
sus artículos y ha caído hasta el fondo. Por mentir cuando dijo de Rigo (y cito
sus palabras): “Todos pensamos que podía ser la salvación para Chaves pero el
antioqueño se puso al frente por unos segundos para irse luego
con el español, sin mirar ni una vez atrás y sin colaborarle a su compatriota
como lo había prometido el viernes. (Resaltado fuera del original).
Hay tanta mala intención en esas
palabras: “por unos segundos”; falta usted tanto a la verdad que en su otro artículo
se sabe obligado a citar de otro comentario que fueron “unos minutos”. No sé cuántas veces Rafael
Mendoza ha repetido usted esa etapa en youtube, pero sí sé que al verla y a
pesar de tragarse su saliva espesada de rencor, la baba de la mentira aún le
aflora por las comisuras de la boca, y que aun así se ratifica en este y otras
falacias, y por eso su actitud es imperdonable.
Porque bastarían las palabras del
sincero Chaves, la preocupación por su amigo Rigo en la caída de la última
etapa, las repetidas muestras de agradecimiento y afecto que todos los demás sí
podemos ver y escuchar, para que usted se desdijera. No lo hace, y por el
contrario enarbola su estandarte furioso contra Urán, contra los lectores
sorprendidos e indignados, contra cualquier forma de conciencia y razón. Sé, Rafael
Mendoza, que una persona no se define por un acto o un artículo, pero no dudaré
al decir que en este Ud. deformó la verdad, que es otra forma de decir que
mintió, y que lo hizo con una actitud que la cortesía calificaría de tacaña, pero
que las circunstancias obligan a definir, en su propio estilo, como alevosa y
mezquina (puede, si gusta, consultar el diccionario).
No se desdice, no. Y vuelve a la
carga arrogante, exhibiendo credenciales como los viejos funcionarios que creen
que las ideas y razones se compran con cartulinas enmarcadas. Vuelve a la
carga, pero no es la constancia lo que lo define a usted al escribir nuevamente
sobre el tema. La constancia es una virtud, la necedad no. Y necio, me decía
alguien, es quien redobla su ímpetu en una acción cuando ni siquiera comprende
o ya ha olvidado sus propósitos. Esa palabra, necio, sí lo define en esta, su extraviada
etapa de jubilado. Eso, que es trasparente para muchos, no lo ha entendido usted,
y es oportuno que lo haga.
Debe saber también que quienes leímos
su reacción no teníamos necesidad de confirmar que ya goza Ud. de la
jubilación: eso es evidente en el talante agrio con el que asume las críticas,
en ese tono arrogante que emana y que corresponde a otra época, una época en
que el lector era un mero receptor de palabras, distante y pasivo, porque no
tenía oportunidad para la opinión y la respuesta. Esta, la del Internet, parece
que ya no es su época, y eso los demás lo percibimos con diáfana transparencia,
aunque usted no sea capaz de entenderlo.
Recuerde también que esa
aristocracia periodística que nos enrostra al mencionar viajes y artículos, también
puede recibirse con beneficio de inventario. Sabido es que la inercia de los
sistemas, los oficios y las empresas, hacen que la gente ocupe por años oficios
que nunca alcanzan a dominar o que ya no alcanzan a entender bien, que esa
misma inercia permite que algunos alcancen títulos o responsabilidades que no
merecen o ya no son capaces de ejercer. A usted, que tanto gusta de las
definiciones de primogenituras, le recordaré que la presidencia es por antonomasia
el primer cargo de un Estado, y en este país tuvimos un presidente con Alzheimer
y otro en quien era imposible escoger si era más bruto que ignorante, y tuvimos
que concluir que era por igual las dos cosas. Entonces, no exhiba credenciales,
no levante ese tono iracundo, simplemente reconozca su yerro o mejore sus
argumentos.
Dice usted que “En vez de darle
una mano, como todos lo esperábamos le propinó el último golpe ya que lo acabó
moralmente pues el bogotano debió sentir un golpe definitivo a su ilusión al
ver que se alejaba la última tabla que podría salvarle el título”. Y no me detendré
en la ausencia de algunas comas, o en otros errores de redacción, más evidentes
en su farragoso segundo artículo, pues me sé incapaz de ello (y lo reconozco),
y porque soy capaz de reconocerlo dejaré que lo haga alguien con mejor criterio,
como todos deberíamos hacer cuando algo ya nos excede. En lo que sí me detendré
es en la mala intención de esas palabras: no quiere entender usted, a pesar de
saberlo y de haberlo citado, que Esteban simplemente no podía, que estaba
enfermo de gripa desde hacía días, que sucumbía al tratamiento, asfixiado desde
muy abajo en la montaña: la boca abierta desde temprano, los parpados retraídos,
el digno gesto del supremo esfuerzo antes del ataque de sus rivales deportivos.
No quiere o no puede entender, Rafael Mendoza, que el respiro que le ofreció Rigo
salvó el podio; que sin ese apoyo de referencia y ese cortar el aire, sin ese
aupar -cuyo gesto de invitación vimos todos-, Esteban se habría hundido
realmente y lo habría perdido todo. No quiere entender usted eso…o no puede, a pesar
de que al término de su despliegue de credenciales se autoeleve al olimpo del
periodismo al decir: “Si ello no me capacitó para presentar una visión profunda
y real de una competencia o para juzgar la importancia de un ciclista creo que
perdí el tiempo”. Sí, perdió su tiempo, aunque su mala fe no alcance a perder al Espectador, que rápidamente aclaró que se apartaba de su columna.
Es que Ud. no puede ver lo trasparente, Rafael Mendoza, pero ¿por qué no puede?
ALGO HUELE MAL
Algo huele mal en su acusación de
traidor a Urán, en la descalificación de su inteligencia para correr, en
reconocer males a otros pero no reconocer la bronquitis de Rigo, en justificar en otros sus resultados, pero no los de Rigo, en negarle el protagonismo de
su esfuerzo y en la inocultable mala leche de la palabra segundón (y hay que ver que Ud., creyéndonos
tontos en masa, muestra definiciones asépticas, cuando cualquier lector reconoce
su intención más allá de las excusas o falsas aclaraciones). Sí, señor, en
suponernos engañables, en su arrogancia destemplada, en su percepción de la
carrera y de las intenciones de Rigoberto hay algo que huele mal, porque usted está
oliendo traiciones que nadie más percibe.
Un oportuno recuerdo me ayudará a
explicárselo: en mi barrio había una señora a la que le decían “huelefeo”. Una sencilla
historia: la señora se paseó por el supermercado, su casa, el barrio. Y se
quejó todo el día de que el barrio, la casa y el super olían a M…. a feo. Ingenua
ella, descubrió su error cuando alguien le hizo entender que sus dedos se habían
untado del resultado final del metabolismo de su perro, y ella lo había fijado,
al rascarse, bajo su nariz atormentada. Y
atormentado como ella se muestra usted al escribir, Rafael Mendoza, en contra
de la inmensa mayoría para la que El Espectador le permite escribir, en contra de
esa multitud de ciudadanos a los que considera tarados mentales cuando cita, como respaldo a su tesis, que
la “gente no tiene capacidad de análisis”, y que es de “un fanatismo estúpido y
regionalista”; gente que es todo ese mundo que en su criterio “Si la tendencia
es huelga de hambre, todo el mundo se muere de hambre sin preguntar por qué”. Entonces
déjeme preguntarle: ¿se toma usted el tiempo de escribir, Rafael, interrumpe su
placidez de retiro sólo para sacarnos de la estupidez? Si es así, perdóneme por
no agradecerle, a pesar de sus muchos tour, sus columnas y sus 19 años, porque
lo hace desde el desprecio y una desafortunada superioridad que no puedo
reconocerle. También en ello hay algo deforme, torcido, mezquino.
No vamos tampoco a agradecerle su
nueva versión del ¡Usted no sabe quién soy yo! Porque eso solo dibuja su actual
estatura de pigmeo moral, y porque hoy el país necesita más Rigobertos Urán,
hombres de verdad que pasen por encima del dolor y lo venzan sin rencores,
pioneros que construyan dignidad y país, campeones de la vida y la sociedad, y
no Rafaeles Mendozas. Por eso no le vamos a agradecer, porque sabemos que lo
que no necesita este país, hoy y siempre, es personajes que mientan y aticen
rencores con la nimia excusa de que algo fétido les ensucia el bozo, bajo su
nariz, y ellos displicentes y necios se lo atribuyen a otros. Le agradeceremos más
bien si busca sobre su boca las razones de ese malsano odio a Rigoberto Urán,
ese sentimiento turbio y mezquino que afea su mundo y parece dominar sus
impresiones y actitudes.
Porque mezquino es también poner a
Nairo de escudo para justificarse, para ganar adeptos a su causa. Mezquino es
tratar de dividirnos entre Nairistas, Chavistas o Uranistas, como alguna vez se
dividió el viejo país de sus recuerdos entre Suaristas y Cochisistas (a pesar
de que nunca ha habido ciclistas más fieles y amigos más cercanos que ellos,
que corrieron como dignos rivales, como corresponde al deber de responder con
profesionalismo a las propias divisas, igual que hicieron Chaves y Urán).
Aún está a tiempo de rectificar, Rafael
Mendoza. Pero para recuperar la razón y la dignidad, que perdió queriendo arrebatársela
a otro, debe reconocer sus errores con gallardía y debe cambiar su actitud, abrirse
a las razones y los argumentos, en lugar de refugiarse en los que, por respeto
a lo que usted fue, no le dicen que ya está extraviado. Espero que lo haga,
porque lamentaría que, en insulsa insistencia, Rafael Mendoza se convierta en
ese ruido molesto en la ventana: el que produce la mosca que se revienta a
golpes la cabeza, una y otra y otra vez, torpe y necia contra el diáfano
cristal, sin comprender su transparencia.
N. C. R. Colaborador del Muro del Ciclismo