sábado, 1 de junio de 2013

LA SANGRE DE WIGGINS TAMBIEN TIÑE DE ROJO



Las historias de príncipes y princesas de Disney son sencillas: el malo y sus secuaces contra los buenos  —ingenuos casi hasta la idiotez—, a los que ayuda un hada y algún que otro ratón. Ganan los buenos para alegría del pueblo (mera comparsa en la celebración del advenimiento de los tiempos felices), y sobre el final, un tipo gordo y simpático pisa al gato malo que huye en lo mejor del baile, y todo se cierra con aplausos, el beso y la palabra FIN.

La vida no es tan sencilla, y no lo es tampoco para los aristócratas que no nacieron en palacio, como el ciclista Sir Bradley Marc Wiggins. Wiggo, como le dice la prensa deportiva, es un tipo alto, flaco y pálido, nacido el 28 de abril de 1980, en Gante, Bélgica. Bradley es hijo de Gary, un ciclista australiano de pista, pero es ante todo un inglés por formación. En nada se puede parecer a un colombiano ¡qué se va a perecer!

En Colombia Wiggins es nombrado en las charlas de tienda y cerveza como el egoísta que le quitó minuto y medio a Urán en el Giro de Italia, el cobarde que bajaba como una niña, el Inglés que se retiró al primer estornudo. Un Sir que no es un señor; alguien que no ha sufrido como los nuestros, como Uran o Nairo, o como cualquier otro. En Colombia se juzga con rabia.


En nada le mejoran esa opinión sus 1,90 m. y su cara de pájaro aburrido. No es un tipo que agrade al primer vistazo: le gusta usar lentes oscuros como las celebridades y casi nunca ríe, solo tuerce una sonrisa ladeada. Se peina y viste como una trasnochada estrella de rock de finales de los 70. Bradley, además, arrastra una contenida adicción al alcohol.

Pero Bradley Wiggins también es, aunque la mayoría no lo sepa, un real campeón de pista y ruta: campeón olímpico en de Atenas, Pekín, Londres y ganador del Tour de Francia en 2012. Siete medallas olímpicas: cuatro oros, una plata y dos bronces en distintas modalidades, a los que suma seis campeonatos mundiales. Es, por derecho propio, el atleta olímpico británico más exitoso hasta hoy.


Son muchos títulos —como suelen tener los Lores ingleses—,  pero el campeón no la tuvo dulce para lograrlos. En su autobiografía Bradley lo recuerda con la sal en la boca porque, al igual que sucede con los nuestros, vino marcado por el dolor: “Mi padre, Gary, fue un ciclista profesional que no sólo utilizaba las drogas, también traficaba con ellas. Mi madre todavía tiene recuerdos muy recientes de los corredores locales haciendo cola en las noches de los viernes para obtener “la solución” para sus carreras del fin de semana. Esto ocurría en nuestro apartamento en Gante, Bélgica, donde yo nací”.

Wiggins trata de entender a su padre, pero sabe que no es fácil. “Era un hombre bajo una inmensa presión”, dice, pero eso no borra los malos recuerdos. Como cuando supo que en un viaje a Australia llenó los pañales de su hijo con drogas para aumentar el rendimiento, y que el hijo era él. Como cuando se enteró de que había abandonado en Australia a otra mujer y a su hijo, antes de abandonarlo a él y a Linda, su madre. Como cuando conoció que los ojos tristes de Linda alguna vez estuvieron ocultos y amoratados detrás de unos gruesos lentes oscuros, similares a los que ahora cubren la mirada del ciclista.

Wiggo sabe que entender no es fácil, que el problema de las drogas es algo más complejo que la historia de detectives que cuentan las películas americanas, y que en ellas olvidan decir que el gringo también hacía de malo: “Después de la Segunda Guerra Mundial —precisa Bradley— más de 80 millones de tabletas de anfetaminas habían sido diseminadas por toda Europa a la salida las fuerzas estadounidenses. El mercado negro hizo furor entre los ciclistas. Los años 80 fueron el final de esa época”. En su película personal, su padre fue a la vez culpable y victima de ese mercado, fue a la vez el bueno y el malo, pero sin pantalla y sin aplausos.


Lo que seguramente Wiggins no sabe es que la historia de narcos y paramilitares de Colombia tiene un origen similar: la creciente demanda de alucinógenos al regreso de los muchachos americanos de la guerra del Vietnam; los muchachos que fueron envenenados por sus generales para que soportaran mejor la guerra, y para que, a veces, asesinaran a pueblos indefensos. No sabe Wiggo que la desgracia de Colombia también proviene de la demanda norteamericana, no sabe que de ese infame negocio se alimentaron los Paramilitares que asesinaron al padre de Rigoberto Uran. Y es explicable que no lo sepa, porque nosotros tampoco parecemos entenderlo. También somos comparsas en esta historia de príncipes de la mafia que no le interesa contar a Disney, y que desfiguran en defensa de sus intereses los canales nacionales.

Sin embargo, las historias personales son más rastreables. La de Uran o la de Wiggins. El colombiano perdió a su padre a los 14 años, asesinado cuando se dirigía en su bicicleta a vender chance  en veredas del sur de Urrao; el inglés lo perdió a los dos años, aunque sólo murió para él y para Linda. Lo que sabe Bradley de ese momento no es muy diferente de lo que diariamente sucede entre nosotros:

“Había conocido a alguien en el mundo de las carreras y nosotros éramos historia. Un poco después echó todas nuestras pertenencias en cuatro bolsas de basura y tomó el ferry para Gran Bretaña, dejando todo en el piso”.

Era 1982, las drogas y el alcohol habían cambiado a Gary —al quien Bradley nunca llama padre—. Esos recuerdos dolorosos explican su rostro serio, su cara de pájaro triste: “justo antes de Navidad recibimos su llamada  para decirle a mi madre que nos iba a dejar. Dos años después de que yo naciera. Mamá me trajo al piso de sus padres en Kilburn, Londres. Gary se negó en redondo para ver a Linda, pero insistió en llevarme al Zoo de Londres, donde incluso le pidió a un transeúnte que nos hiciera una foto conmovedora del lugar con un padre y un hijo, aparentemente disfrutando de un día idílico juntos. Esta fue la última vez que lo vi por casi 17 años. No recuerdo el día en sí. Sólo tengo la imagen del zoo rondando en mi cabeza, tratando de hacerme creer, yo mismo, la fantasía de un padre como el de cualquier niño”.

                                                                      Gary y Brad

Después vinieron los años en que Linda fue secretaria de la escuela en la iglesia de San Agustín de Inglaterra High School, a la que su hijo asistía, y el velódromo de Herne Hill, en el sur de Londres, donde Wiggins comenzó su carrera de ciclismo en pista. Tenía 12 años.

A los 12 años compitió en la cerrada A312 autovía en Hayes, al oeste de Londres; en el velódromo de Herne Hill y en los circuitos de Crystal Palace y Eastway, en Londres. Los triunfos fueron llegando de a poco, pero sólidamente. A los 17 Wiggins ganó el mundial junior de persecución en Cuba.  En los Juegos de la Commonwealth 1998, en Kuala Lumpur, ganó una medalla de plata en la persecución por equipos. A los 20 consiguió un bronce en persecución por equipos de Sydney 2000.  Los demás triunfos, en pista, son historia de  fácil consulta.


Siguió siendo flacucho, largo, distante. Ya entonces, como ahora,  Bradley parecía arrogante —y tal vez lo es, porque los que reciben muchos golpes tempraneros buscan corazas para sobrevivir—. También ahora tiene cara de personaje de comedia, de esos que en cualquier momento comienzan a hacer torpezas y contar chistes bobos; pero Wiggo no habla mucho, ni cuenta historias bobas; cuanta su historia y vuelve sobre su padre, sobre el momento que cambió su vida: “Unos meses más tarde apareció con una bicicleta de niño. Después se marchó; la puerta se cerró firmemente para siempre”.

En 1997, mientras Wiggo hacía las pruebas que elegirían a los candidatos para los Juegos Olímpicos de Sydney, Gary reapareció como lo que era, un fantasma. Fue una sorpresiva llamada. Desde el zoológico de Londres, en 1983, no sabía nada de él. Acaso eso había sido lo mejor para el chico, porque Gary mismo se sepultó bajo el peso de su desastre humano y estaba hecho un guiñapo. cuando se volvieron a ver Bradley tenía 17 años, una edad en la que, entre tanta perplejidad, ya se puede ser indiferente. Lo fue. Y aunque era cierto que la mitología familiar había ayudado a al muchacho en su afición por el ciclismo, no era menos cierto que su decisión de triunfo estaba más emparentada con la medalla de oro ganada por el ingles Chris Boardman en los Juegos de Barcelona, en 1992.

Todo lo que hoy es su vida comenzó con la medalla de Boardman. En una lejana entrevista de televisión el campeón recordó ese momento de sus 12 años: "le dije a mi profesora de arte: voy a ser campeón olímpico y me voy a vestir el maillot amarillo en el Tour”. Su profesora nunca llegó a saber que el escuálido muchacho cumpliría esas disparatadas metas; como le sucedió a Urán con su padre, a los campeones siempre se les va algún ser querido antes de besar la copa o la medalla. En el caso de Wiggo no fue su padre. Su relación con Gary terminó por fin el 26 de enero de 2008: “recibí una llamada a las 4:00 de la madrugada —cuenta Wiggo sin emoción—, en el  fondo sabía que estaba muerto antes de que me respondieran".


En 2001 Bradley había fichado por el equipo británico de Linda McCartney Racing (Linda, como su propia madre), un equipo profesional del ciclismo de carretera. Desde allí se hizo a un nombre como ciclista de vueltas que remató siendo campeón del Tour de Francia y campeón Olímpico en Londres en el mismo 2012. Es por esos logros que recibido el título de Caballero de la Orden del Imperio Británico, como reconocimiento a su fabulosa temporada. El aristocrático título de Sir.

Esta es tan sólo una parte de su historia, la que podemos conocer. No es la de un aristócrata, aunque tenga el titulo ser Sir; no está forjada en privilegios indebidos; no es muy diferente a la de los nuestros.

El 7 de noviembre de 2012, cuando entrenaba cerca de su casa en Lancashire, fue arrollado por un vehículo con saldo de varias costillas rotas y otras lesiones. Ese día se comprobó que, aunque tenga el título de Sir, su sangre sigue siendo roja, como la de los nuestros; los que heredan las desgracias se parecen, sean colombianos o ingleses ¡cómo no van a parecerse! 

Hoy Bradley wiggins tiene 33 años, la misma edad a la que mataron a Jesucristo; pero creo que aun está muy joven para que lo crucifiquemos, como tantas veces hacemos con el que parece diferente, o con quienes un día dejan de ganar: así como hicieron muchos comentaristas con Lucho herrera, hasta llevarlo al retiro —aunque ahora no queramos recordarlo—; como algún día haremos con nuestros nuevos ciclistas , llámense Urán o Quintana.

Los colombianos juzgamos con rabia, pero sobre todo, con desconocimiento.



PASEO POR MARKEL, UNA MANOTADA DE VIDA


Markel Irizar: más que  un sobreviviente.

Sale uno de paseo por el barrio, tranquilo, distraído, y de pronto se encuentra con una caseta nueva, con un amigo viejo, o con algo distinto en el paisaje de todos los días que nos sorprende con su ráfaga de conciencia. Nos conmueve por su cercanía, por la  simplicidad de su belleza, por la indignación que nos endosa, o porque, simplemente, nos resulta casi como tocar el universo con la punta de los dedos. Me alegro cuando, después de esos encuentros cercanos con la fugaz eternidad, la vida no me deja indiferente; porque sé que sigo aquí, parado a dos pies mirando el prado que verdea en el campo vecino, respirando con ganas, con conciencia, de regreso a “las pequeñas y queridas cosas”. Son momentos en que vemos el mundo otra vez en colores, momentos que nos gusta compartir y que, casi siempre, nos sorprenden solos.

A veces también sale uno de paseo por la Red, distraído y en busca de nada en particular, y se encuentra con esas mismas señales que parecen pulsar y borbotear como algo cierto y palpitante. Así me encontré la historia de Markel Irizar, que es todo menos fácil, y que felizmente no termina; pero lo que va transcurrido de ella te recuerda el valor de cada día, de cada palabra.




Este video es como esas cosas que me gusta compartir: una cascada de agua que, más que de la manguera, proviene de la sonrisa de tu hijo (quien se burla con delicia mientras pones cara severa); ese mirar las estrellas y sentir el viento en la piel antes de regresar a casa; o saber que tu ídolo la sigue liando y que no se rinde. Las historias que me gustaría contar. A veces uno quiere  saber que el bueno triunfó por fin y que, por una vez, el malo esta jodido; saber que alguien que quieres venció —por un ratico más— a la muerte. 

Esta es la historia de Markel. Los invito a verla, no tanto por la magnífica crónica que es; los invito porque es una intensa manotada de vida. Qué bueno que esta vez estoy con ustedes y puedo compartirla.


(Norwell Calderón agradece a Informe Robinson por permitir un uso no lucrativo de este video).