Las historias de príncipes y princesas
de Disney son sencillas: el malo y sus secuaces contra los buenos —ingenuos casi hasta
la idiotez—, a los que ayuda un hada y algún que otro ratón. Ganan los buenos para alegría del pueblo (mera comparsa en la celebración del advenimiento de los tiempos felices), y sobre el final, un tipo gordo
y simpático pisa al gato malo que huye en lo mejor del baile, y todo se cierra
con aplausos, el beso y la palabra FIN.
La vida no es tan sencilla, y no lo es tampoco para los aristócratas
que no nacieron en palacio, como el ciclista Sir Bradley Marc Wiggins. Wiggo,
como le dice la prensa deportiva, es un tipo alto, flaco y pálido, nacido el 28
de abril de 1980, en Gante, Bélgica. Bradley es hijo de Gary, un ciclista
australiano de pista, pero es ante todo un inglés por formación. En nada se puede
parecer a un colombiano ¡qué se va a perecer!
En Colombia Wiggins es nombrado
en las charlas de tienda y cerveza como el egoísta que le quitó minuto y medio
a Urán en el Giro de Italia, el cobarde que bajaba como una niña, el Inglés que
se retiró al primer estornudo. Un Sir que no es un señor; alguien que no ha
sufrido como los nuestros, como Uran o Nairo, o como cualquier otro. En Colombia se
juzga con rabia.
En nada le mejoran esa opinión sus 1,90 m. y su cara de pájaro aburrido. No es un tipo que agrade al primer vistazo: le gusta usar lentes oscuros como las celebridades y casi nunca ríe, solo tuerce una sonrisa ladeada. Se peina y viste como una trasnochada estrella de rock de finales de los 70. Bradley, además, arrastra una contenida adicción al alcohol.
Pero Bradley Wiggins también es,
aunque la mayoría no lo sepa, un real campeón de pista y ruta: campeón olímpico
en de Atenas, Pekín, Londres y ganador del Tour de Francia en 2012. Siete medallas
olímpicas: cuatro oros, una plata y dos bronces en distintas modalidades, a los
que suma seis campeonatos mundiales. Es, por derecho propio, el atleta olímpico
británico más exitoso hasta hoy.
Wiggins trata de entender a su
padre, pero sabe que no es fácil. “Era un hombre bajo una inmensa presión”, dice,
pero eso no borra los malos recuerdos. Como cuando supo que en un viaje a Australia
llenó los pañales de su hijo con drogas para aumentar el rendimiento, y que el
hijo era él. Como cuando se enteró de que había abandonado en Australia a otra
mujer y a su hijo, antes de abandonarlo a él y a Linda, su madre. Como cuando conoció
que los ojos tristes de Linda alguna vez estuvieron ocultos y amoratados detrás
de unos gruesos lentes oscuros, similares a los que ahora cubren la mirada del ciclista.
Wiggo sabe que entender no es fácil, que el problema de las drogas es algo más complejo que la historia de detectives que cuentan las películas americanas, y que en ellas olvidan decir que el gringo también hacía de malo: “Después de la Segunda Guerra Mundial —precisa Bradley— más de 80 millones de tabletas de anfetaminas habían sido diseminadas por toda Europa a la salida las fuerzas estadounidenses. El mercado negro hizo furor entre los ciclistas. Los años 80 fueron el final de esa época”. En su película personal, su padre fue a la vez culpable y victima de ese mercado, fue a la vez el bueno y el malo, pero sin pantalla y sin aplausos.
Wiggo sabe que entender no es fácil, que el problema de las drogas es algo más complejo que la historia de detectives que cuentan las películas americanas, y que en ellas olvidan decir que el gringo también hacía de malo: “Después de la Segunda Guerra Mundial —precisa Bradley— más de 80 millones de tabletas de anfetaminas habían sido diseminadas por toda Europa a la salida las fuerzas estadounidenses. El mercado negro hizo furor entre los ciclistas. Los años 80 fueron el final de esa época”. En su película personal, su padre fue a la vez culpable y victima de ese mercado, fue a la vez el bueno y el malo, pero sin pantalla y sin aplausos.
Lo que seguramente Wiggins no
sabe es que la historia de narcos y paramilitares de Colombia tiene un origen
similar: la creciente demanda de alucinógenos al regreso de los muchachos
americanos de la guerra del Vietnam; los muchachos que fueron envenenados por
sus generales para que soportaran mejor la guerra, y para que, a veces, asesinaran
a pueblos indefensos. No sabe Wiggo que la desgracia de Colombia también proviene
de la demanda norteamericana, no sabe que de ese infame negocio se alimentaron los
Paramilitares que asesinaron al padre de Rigoberto Uran. Y es explicable que no
lo sepa, porque nosotros tampoco parecemos entenderlo. También somos comparsas
en esta historia de príncipes de la mafia que no le interesa contar a Disney, y que
desfiguran en defensa de sus intereses los canales nacionales.
Sin embargo, las historias
personales son más rastreables. La de Uran o la de Wiggins. El colombiano perdió
a su padre a los 14 años, asesinado cuando se dirigía en su bicicleta a vender
chance en veredas del sur de Urrao; el
inglés lo perdió a los dos años, aunque sólo murió para él y para Linda. Lo que
sabe Bradley de ese momento no es muy diferente de lo que diariamente sucede
entre nosotros:
“Había conocido a alguien en el
mundo de las carreras y nosotros éramos historia. Un poco después echó todas
nuestras pertenencias en cuatro bolsas de basura y tomó el ferry para Gran
Bretaña, dejando todo en el piso”.
Era 1982, las drogas y el alcohol
habían cambiado a Gary —al quien Bradley nunca llama padre—. Esos recuerdos
dolorosos explican su rostro serio, su cara de pájaro triste: “justo antes
de Navidad recibimos su llamada para decirle a mi madre que nos iba a
dejar. Dos años después de que yo naciera. Mamá me trajo al piso de sus padres
en Kilburn, Londres. Gary se negó en redondo para ver a Linda, pero insistió en
llevarme al Zoo de Londres, donde incluso le pidió a un transeúnte que nos
hiciera una foto conmovedora del lugar con un padre y un hijo, aparentemente
disfrutando de un día idílico juntos. Esta fue la última vez que lo vi por casi 17 años. No recuerdo el día en sí. Sólo tengo la imagen del zoo
rondando en mi cabeza, tratando de hacerme creer, yo mismo, la fantasía de un
padre como el de cualquier niño”.
Después vinieron los años en que Linda fue secretaria de la escuela en la iglesia de San Agustín de Inglaterra High School, a la que su hijo asistía, y el velódromo de Herne Hill, en el sur de Londres, donde Wiggins comenzó su carrera de ciclismo en pista. Tenía 12 años.
A los 12 años compitió en la
cerrada A312 autovía en Hayes, al oeste de Londres; en el velódromo de Herne Hill
y en los circuitos de Crystal Palace y Eastway, en Londres. Los triunfos fueron
llegando de a poco, pero sólidamente. A los 17 Wiggins ganó el mundial junior de
persecución en Cuba. En los Juegos de la
Commonwealth 1998, en Kuala Lumpur, ganó una medalla de plata en la persecución
por equipos. A los 20 consiguió un bronce en persecución por equipos de Sydney
2000. Los demás triunfos, en pista, son historia de fácil consulta.
Siguió siendo flacucho, largo,
distante. Ya entonces, como ahora, Bradley
parecía arrogante —y tal vez lo es, porque los que reciben muchos golpes
tempraneros buscan corazas para sobrevivir—. También ahora tiene cara de
personaje de comedia, de esos que en cualquier momento comienzan a hacer torpezas y contar
chistes bobos; pero Wiggo no habla mucho, ni cuenta historias bobas; cuanta su
historia y vuelve sobre su padre, sobre el momento que cambió su vida: “Unos
meses más tarde apareció con una bicicleta de niño. Después se marchó; la
puerta se cerró firmemente para siempre”.
En 1997, mientras Wiggo hacía las
pruebas que elegirían a los candidatos para los Juegos Olímpicos de Sydney, Gary
reapareció como lo que era, un fantasma. Fue una sorpresiva llamada. Desde el zoológico
de Londres, en 1983, no sabía nada de él. Acaso eso había sido lo mejor para el chico,
porque Gary mismo se sepultó bajo el peso de su desastre humano y
estaba hecho un guiñapo. cuando se volvieron a ver Bradley tenía 17 años, una edad en la que, entre tanta perplejidad, ya se puede ser indiferente. Lo fue. Y aunque era cierto que la mitología familiar
había ayudado a al muchacho en su afición por el ciclismo, no era menos cierto
que su decisión de triunfo estaba más emparentada con la medalla de oro ganada
por el ingles Chris Boardman en los Juegos de Barcelona, en 1992.
Todo lo que hoy es su vida comenzó
con la medalla de Boardman. En una lejana entrevista de televisión el campeón recordó ese
momento de sus 12 años: "le dije a mi profesora de arte: voy a ser campeón
olímpico y me voy a vestir el maillot amarillo en el Tour”. Su profesora nunca
llegó a saber que el escuálido muchacho cumpliría esas disparatadas metas; como
le sucedió a Urán con su padre, a los campeones siempre se les va algún ser
querido antes de besar la copa o la medalla. En el caso de Wiggo no fue su
padre. Su relación con Gary terminó por fin el 26 de enero de 2008: “recibí
una llamada a las 4:00 de la madrugada —cuenta Wiggo sin emoción—, en el fondo sabía que estaba muerto antes de que me
respondieran".
En 2001 Bradley había fichado por
el equipo británico de Linda McCartney Racing (Linda, como su propia
madre), un equipo profesional del ciclismo de carretera. Desde allí se hizo a
un nombre como ciclista de vueltas que remató siendo campeón del Tour de
Francia y campeón Olímpico en Londres en el mismo 2012. Es por esos logros que recibido
el título de Caballero de la Orden del Imperio Británico, como reconocimiento a
su fabulosa temporada. El aristocrático título de Sir.
Esta es tan sólo una parte de su historia, la que podemos conocer. No es la de un aristócrata, aunque tenga el
titulo ser Sir; no está forjada en privilegios indebidos; no es muy diferente a la de los nuestros.
El 7 de noviembre de 2012, cuando entrenaba cerca de su casa en Lancashire, fue arrollado por un vehículo con saldo de varias costillas rotas y otras lesiones. Ese día se comprobó que, aunque tenga el título de Sir, su sangre sigue siendo roja, como la de los nuestros; los que heredan las desgracias se parecen, sean colombianos o ingleses ¡cómo no van a parecerse!
El 7 de noviembre de 2012, cuando entrenaba cerca de su casa en Lancashire, fue arrollado por un vehículo con saldo de varias costillas rotas y otras lesiones. Ese día se comprobó que, aunque tenga el título de Sir, su sangre sigue siendo roja, como la de los nuestros; los que heredan las desgracias se parecen, sean colombianos o ingleses ¡cómo no van a parecerse!
Hoy Bradley wiggins tiene 33 años, la misma edad a la que mataron
a Jesucristo; pero creo que aun está muy joven para que lo crucifiquemos, como tantas veces hacemos con el que parece diferente, o con quienes un día dejan de ganar: así como hicieron muchos comentaristas con Lucho herrera, hasta llevarlo al retiro —aunque ahora no queramos recordarlo—; como algún día haremos con nuestros nuevos ciclistas , llámense Urán o Quintana.
Los colombianos juzgamos con rabia, pero sobre todo, con desconocimiento.
Los colombianos juzgamos con rabia, pero sobre todo, con desconocimiento.